Santidad que transforma


El único atributo de Dios que no basta con mencionarlo una sola vez es su santidad, el esplendor de su gloria hace que nuestro ser se estremezca, nuestra alma sea quebrantada y nuestra carne se derrita ante su majestad. Sencillamente el brillo de su poder nos hace sentir expuestos, desnudos y sin nada que ocultar, es como si esa luz fuese tan fuerte que revelara todo lo oculto; sin dudas las imperfecciones se desbaratan y lo impuro no resiste tanta santidad. Eso lo viví, sentía como cada parte de mí se sacudía y como esa grandeza compungía mi alma.

Recuerdo que vi a Dios, ¡Sí, era Él! Ese ser inmenso que creó el cielo y los mares, que invento todo lo que existe, estaba frente a mí. Sentado en un enorme trono lleno de gloria y poder, y solamente el borde su manto llenaba el templo donde yo estaba. ¡Wao! De una manera tan repentina pero tan hermosa me reveló su infinita belleza. Junto a Él vi ángeles poderosos, nunca había visto seres tan brillantes, tan fuertes y amorosos. Tenían seis alas, con dos de ellas se cubrían la exagerada luz que salía de sus rostros, tal vez lo hacían al no poder soportar el esplendor del Señor. Usaban dos alas para cubrir sus pies y para impulsarse con velocidad en el aire y con las otras dos volaban.

Todo aquel escenario se saturaba con un destello tan regio e intenso, y sentía literalmente como mi cuerpo se electrificaba. De momento, escuché a los serafines decir ¡Santo, Santo, Santo, Jehová de los ejércitos, toda la tierra está llena de su gloria! Y mientras decían eso todo el lugar se sacudía, sus cimientos se agitaban y la columnas vibraban. Entonces el lugar se llenó de un humo tan espeso y denso que empañó un poco mi vista. La humareda me cubrió y comencé a temblar, mi alma percibía todo como si el cielo se estuviese abriendo.

Entonces dije: “¡Ay de mí que soy muerto!, porque siendo hombre inmundo de labios y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos.” (Isaías 6:5 RVR1960) Mientras gritaba esas palabras caí de rodillas. Me sentía incapaz de ver tanta santidad en un solo episodio, mi pequeñez se notaba más ante su grandeza, mis debilidades salían a relucir ante un Dios tan fuerte. Descubrí que esa culpa me limitaba, entonces uno de los ángeles tomó del altar un carbón encendido con unas tenazas, se acercó y me tocó los labios, luego me dijo que toda culpa y pecado había sido quitado de mí.

Después escuché la voz del Señor decir silenciosamente ¿A quién enviaré y quién irá por nosotros? Era una voz tan dulce y sencilla, tan calmada pero a la vez desesperada. Mis oídos se habían abierto a los deseos del Padre, comencé a ver como Él ve, a sentir con su corazón. Al escuchar eso se me aguaron los ojos y exclamé como nunca lo había hecho antes ¡Estoy aquí, envíame a mí!

Desde ese día jamás fui el mismo, Dios me llamó como profeta y me dio influencia sobre naciones. Cuando terminé de decir eso, El Señor se me acercó para darme un mensaje a su pueblo, en ese momento entendí que nuestro padre necesita ser escuchado, que Él necesita personas que se interesan por su dolor, por su voz, por su voluntad.


A veces llegamos ante la presencia de Dios con culpas, con pecados, con recuerdos del pasado que le damos más importancia a esos problemas e ignoramos las preocupaciones del Padre. Olvidamos que la oración es una conversación donde Él también habla, que nuestra relación es recíproca. Mientras más te acerques al Padre más te alejaras de ti, cuanto más tengas de Él menos vas a tener de ti, solo pasa tiempo con Él y verás cómo su santidad te transforma. Soy Isaías y ya me acostumbré a estar pegado a su belleza, amo ser transformado por esa santidad. 

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